Antón van Leeuwenhoek
Antón van Leeuwenhoek fue un pañero que con sólo algunos años de escuela descubrió un nuevo mundo más asombroso que el de Colón. Su afición era fabricar pequeñas lentes de vidrio. Un día, estudiando una gota de agua putrefacta con una de esas lentes, vio algo que nadie había visto ni imaginado hasta entonces: animales diminutos, demasiado pequeños para verlos a simple vista, bullían, se alimentaban, nacían y morían en una gota de agua, que para ellos era todo un universo.
Van Leeuwenhoek nació en la ciudad de Delft, Holanda, el 24 de octubre de 1632. Allí vivió los noventa años de su vida. Dejó la escuela a los dieciséis, al morir su padre, y se colocó de dependiente en una pañería. Más tarde consiguió el puesto de ujier en el ayuntamiento de Delft, conservándolo hasta el fin de sus días. Pero luego estaba su hobby, el de pulir diminutas lentes perfectas. Algunas sólo tenían un octavo de pulgada de ancho, pero aumentaban los objetos unas 200 veces sin distorsión.
Todo el mundo sabía, claro está, que las lentes aumentaban el tamaño aparente de los objetos; pero la mayoría de los científicos trabajaban con lentes mediocres. Van Leeuwenhoek pulía lentes de calidad excelente. Las montaba en placas de cobre, plata u oro, fijaba un objeto a un lado de la lente y lo miraba durante horas. A menudo dejaba el objeto allí durante meses o incluso por tiempo indefinido. Cuando quería observar otro objeto pulía otra lente. A lo largo de su vida fabricó en total 419. Los objetos que observaba eran de lo más diverso: insectos, gotas de agua, raspaduras de diente, trocitos de carne, cabellos, semillas. Y cuanto observaba lo dibujaba y describía con precisión inigualable.
En 1665 observó capilares vivos. Estos minúsculos vasos que conectan las arterias con las venas los había descubierto cuatro años atrás un italiano, pero van Leeuwenhoek fue el primero en ver cómo la sangre pasaba por ellos. Y en 1674 descubrió los corpúsculos rojos que dan a la sangre su color. En 1683 hizo lo que quizá fue su descubrimiento más importante, las bacterias; pero eran demasiado pequeñas para que sus lentes dieran una imagen clara, aparte de que ignoraba la importancia del hallazgo.
Los descubrimientos no permanecieron secretos. El rey Carlos II reunió, en 1660, a unos cuantos hombres interesados en la ciencia y les invitó a que formaran una sociedad oficial; su nombre es muy largo y por lo general se la llama sencillamente la Royal Society. Van Leeuwenhoek escribió largas cartas a la Royal Society, describiendo detalladamente sus lentes y todo lo que veía a través de ellas. La Sociedad estaba asombrada, y es probable que no le diera crédito al principio. Pero en el año 1667 Robert Hooke, que era miembro de la Sociedad, construyó microscopios siguiendo las instrucciones de Leeuwenhoek y halló exactamente lo que éste dijo que hallaría. Después de eso no quedó ninguna duda, y menos aún cuando van Leeuwenhoek envió 26 de sus microscopios como regalo a la Sociedad para que todos los miembros pudieran observarlos personalmente.
Van Leeuwenhoek fue elegido miembro de la Royal Society en 1680. Un pañero sin apenas estudios pasó a ser así el miembro extranjero más famoso de la Sociedad. A lo largo de su vida envió un total de 375 artículos científicos a la Royal Society y 27 a la Academia Francesa de Ciencias. Aunque jamás abandonó Delft, sus trabajos le hicieron famoso en todo el mundo. La Compañía Holandesa de las Indias Orientales le envió insectos de Asia para que los colocara bajo sus maravillosas lentes; la reina de Inglaterra le giró una visita; y cuando Pedro el Grande, zar de Rusia, fue a Holanda para instruirse en la construcción naval, hizo un hueco
para presentar sus respetos a van Leeuwenhoek. Al holandés le molestaba que le tocaran sus queridísimos microscopios, pero lo cierto es que dejó que la reina y el zar miraran por sus lentes.
Van Leeuwenhoek no fue el primero en construir un microscopio ni en utilizarlo; pero fue el primero en demostrar lo que podía hacerse con él y en emplearlo con tal pericia, que de golpe sentó la base para la mayor parte de la biología moderna.
Y es que sin la posibilidad de ver células y estudiarlas, el anatomista y el fisiólogo estarían hoy indefensos. Y sin la posibilidad de ver bacterias y estudiarlas y examinar sus ciclos vitales, la Medicina moderna se debatiría probablemente aún en las tinieblas.
Todos los descubrimientos de los grandes biólogos, desde 1700 en adelante, arrancan, de un modo u otro, de las diminutas lentes de vidrio pulidas con todo mimo por el ujier del ayuntamiento de Delft.
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