lunes, 17 de enero de 2011
LOUIS PASTEUR
Louis Pasteur nació el 27 de diciembre de 1822. En la escuela no brilló como estudiante y en la universidad sólo se desenvolvió con cierta soltura en la asignatura de química. La ambición no prendió en él hasta después de licenciarse y asistir a las lecciones de Jean B. Dumas, gran químico francés. Fue entonces cuando decidió dedicar su vida a la ciencia.
Pasteur inició sus investigaciones estudiando dos sustancias químicas: el ácido tartárico y el ácido racémico. Ambos parecían iguales en todo, menos en un aspecto: el ácido tartárico ejercía un extraño efecto de rotación sobre ciertas clases de luz; el ácido racémico no poseía ese efecto.
Los amigos de Pasteur se reían de él y le decían que para qué se preocupaba de un problema tan absurdo. Pero Pasteur siguió impertérrito. Obtuvo cristales de ambos ácidos y los estudió al microscopio. Los cristales de ácido tartárico eran todos idénticos; los de ácido racémico eran de dos tipos. Uno de ellos se parecía a los cristales de ácido tartárico; los del otro tipo eran imágenes especulares del primero. (Era como mirar un montón de guantes, unos de la mano derecha y otros de la izquierda.)
Pasteur, con paciencia infinita, separó los cristales de ácido racémico en dos montones. Los cristales que se parecían a los de ácido tartárico giraban la luz en la misma dirección que el ácido tartárico; los otros cristales también la giraban, pero en sentido contrario.
Pasteur había descubierto que las moléculas podían ser «dextrógiras» o «levógiras». Este descubrimiento condujo en último término a nuevas y revolucionarias ideas acerca de la estructura de las importantes sustancias químicas que componen los tejidos vivos.
El hallazgo de Pasteur encontró un reconocimiento inmediato, pese a contar sólo veintiséis años: se le con-cedió la Legión de Honor francesa.
En 1854 fue nombrado decano de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Lille, en el corazón de la región vinícola, donde empezó a estudiar los problemas de la importante industria de vinos francesa. El vino y la cerveza, al envejecer, se agriaban con facilidad,
causando pérdidas de millones de francos. ¿No habría algún producto químico que, añadido al vino, evitara esa catástrofe? Los viticultores y cerveceros acudieron al joven y famoso químico en busca de consejo.
Pasteur volvió a echar mano del microscopio. Estudió los posos de vino sano y los comparó con los del vino agriado. Ambos contenían células de levadura, pero la forma de las células era diferente. Había una clase especial de levadura que avinagraba el vino.
La solución era matar esa levadura, dijo Pasteur: una vez formado el vino o la cerveza había que calentarlo suavemente hasta unos 48° C, matando así cualquier resto de levadura, incluida la indeseada que pudiera introducirse durante el proceso de fabricación. Sellando luego las cubas, el líquido no se agriaría.
Los fabricantes se horrorizaron ante la perspectiva de calentar el vino. Pasteur decidió convencerles. Calentó unas muestras, dejó sin calentar otras y pidió a los fabricantes que esperaran unos meses. Al abrir las muestras calentadas se vio que estaban en perfectas condiciones, mientras que algunas de las no calentadas se habían estropeado. Los viticultores retiraron sus objeciones.
Desde entonces se llama «pasteurización» al proceso de calentar lentamente un líquido para matar organismos microscópicos indeseables. Por eso pasteurizamos la leche que bebemos.
Pasteur llegó en el curso de sus investigaciones a la conclusión de que toda
fermentación y descomposición era obra de organismos vivos.
La gente se opuso a esa teoría, porque la carne, aun hervida para matar las bacterias, se pudre al cabo de un tiempo. Pasteur replicó que lo que ocurre es que hay gérmenes por todas partes y que éstos caen en la carne desde el aire.
Para demostrarlo tomó extracto de carne, lo hirvió y lo dejó expuesto al aire, pero disponiendo las cosas de manera que éste sólo pudiera entrar a través de un largo y estrecho cuello de botella en forma de S. Las partículas de polvo (y los gérmenes) se quedaban retenidos en el fondo del codo. La carne no se pudrió. En la carne hervida no había gérmenes, y el proceso de descomposición no podía tener lugar en ausencia de ellos. Pasteur había refutado de una vez para siempre la teoría de la «generación espontánea» (la creencia de que
los organismos vivos podían surgir de materia inanimada).
En 1865 se trasladó Pasteur al sur de Francia para estudiar una enfermedad del gusano de la seda que estaba poniendo en peligro la industria entera de este tejido; en juego había entonces millones de francos al año.
Pasteur volvió a utilizar su microscopio y localizó un diminuto parásito que infestaba a los gusanos y a las hojas de morera que les servían de alimento. El consejo de Pasteur fue destruir todos los gusanos y hojas infestados y empezar de nuevo con gusanos sanos y hojas limpias, atajando así la plaga. El consejo surtió efecto. Se había salvado la industria de la seda.
Quien estuvo a punto de no salvarse fue el propio Pasteur. En 1868 tuvo un ataque de parálisis y durante un tiempo pensó que le había llegado su hora. Por fortuna se recuperó.
En 1870 surgieron hostilidades entre Francia y Prusia. El poderío militar de los
prusianos había ido creciendo paulatinamente bajo una política de «sangre y hierro». La guerra cogió a los franceses faltos de preparación. Louis Pasteur acudió inmediatamente a alistarse. Pero su oferta fue rechazada enérgicamente.
«Señor Pasteur», le dijeron los oficiales, «tiene usted cuarenta y ocho años y ha
sufrido un ataque de parálisis. A Francia la puede servir mejor fuera del ejército».
Francia sufrió una derrota desastrosa. Los vencedores impusieron una indemnización de cinco mil millones de francos a los franceses, pensando dejar así indefenso al país durante años. Pero Francia dejó asombrado al mundo entero al pagar la indemnización en el plazo de un año; el dinero salió en parte de la labor de Louis Pasteur, que había salvado y saneado varias industrias francesas vitales.
Algunos médicos empezaron a ver entonces la importancia que tenían los
descubrimientos de Pasteur y pensaron que ciertas enfermedades humanas podían estar causadas por parásitos microscópicos.
En Inglaterra, el cirujano Joseph Lister veía con preocupación que la mitad de los pacientes se le morían de infección después de una intervención feliz. En otros hospitales la cifra llegaba al 80 por 100. Lister pensó entonces en «pasteurizar» las heridas e incisiones quirúrgicas, matando así los gérmenes, lo mismo que Pasteur mataba la levadura en el vino.
En 1865 comenzó a aplicar ácido carbólico a las heridas. En tres años rebajó la tasa de mortalidad postoperatoria en dos tercios: había inventado la «cirugía antiséptica». Hoy día imitamos a Lister cada vez que aplicamos yodo a una cortadura.
Pasteur llegó a las mismas conclusiones que Lister en 1871, después de la guerra. Anonadado por la tasa de mortalidad de los hospitales militares, obligó a los médicos (a menudo contra su voluntad) a hervir los instrumentos y vendajes. Matad los gérmenes — insistía Pasteur—, matadlos. Y la tasa de mortalidad descendió. (Aproximadamente veinticinco años antes, el médico austriaco Ignaz Semmelweis había tratado de imponer la desinfección a los médicos. Semmelweis opinaba que los médicos eran asesinos que portaban la enfermedad en sus manos y recomendó que se las lavaran con una solución de cloruro de cal antes de acercarse al paciente. Fracasó en todos sus intentos y
murió en 1865 tras contraer él mismo una infección por accidente. No llegó a ver cómo Lister y Pasteur le daban la razón.)
Pasteur fue gestando poco a poco lo que él llamó la «teoría germinal de las
enfermedades», es decir, que cualquier enfermedad infecciosa está causada por gérmenes; y era infecciosa porque los gérmenes podían propagarse de una persona a otra. Si se lograba localizar el germen y se hallaba un modo de combatirlo, la enfermedad quedaría resuelta.
El médico alemán Robert Koch elaboró técnicas para cultivar gérmenes patógenos fuera del cuerpo. Junto con Pasteur halló la manera de combatir una enfermedad tras otra: franceses y alemanes unidos para servir a la humanidad. Los años ochenta del siglo pasado fueron los más espectaculares de la vida de Pasteur: descubrió cómo inocular contra las enfermedades animales del ántrax (que desolaba el ganado bovino y ovino) y el cólera de las gallinas, y también cómo proteger al hombre contra la temible enfermedad de los perros rabiosos, la hidrofobia.
Pero esta época, con ser espectacular, no fue sino la consecuencia natural de la teoría germinal de las enfermedades, cuyos inicios datan de sus primeros trabajos. Cuando Pasteur murió el 28 de septiembre de 1895, la medicina moderna era ya una realidad.
De todos los descubrimientos médicos de la historia, el más grande quizá sea el de la teoría germinal de Pasteur. Una vez adoptada esa teoría fue posible combatir sistemáticamente las enfermedades. Podía hervirse el agua y tratarla químicamente; la eliminación de desperdicios se convirtió en una ciencia; en los hospitales y en la preparación comercial de productos alimenticios se adoptaron procedimientos estériles; se crearon desinfectantes y germicidas; y a los portadores de gérmenes, como los mosquitos y las ratas, no se les dio ya
tregua.
La adopción de estas medidas trajo consigo una disminución de la tasa de mortalidad y un aumento de la esperanza de vida. La esperanza de vida del varón norteamericano era de treinta y ocho años en 1850; hoy es de sesenta y ocho. A Louis Pasteur y a sus colegas científicos hay que agradecerles esos treinta y ocho años de regalo.
DARWIN Y WALLACE
Uno de los libros más asombrosos que jamás se hayan escrito apareció en 1859, hace más de un siglo. Sólo se tiraron 1.250 ejemplares, y al día siguiente de salir a la calle no quedaba ni uno en las librerías. Se hicieron reimpresiones y desaparecieron con la misma celeridad.
El libro desató una enconada batalla de polémicas, donde fue objeto de ataques y de defensas; pero, finalmente, se alzó con la victoria. El libro es científico y no fácil de leer, y en algunos puntos está ya anticuado, pero jamás perdió popularidad.
El título completo es Sobre el origen de las especies a través de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. Hoy día lo conocemos sencillamente por El origen de las especies. El autor era un naturalista inglés, de nombre Charles Robert Darwin.
Charles Robert Darwin nació en Inglaterra, el 12 de febrero de 1809 (el mismo día que, en una lóbrega choza de los bosques americanos, nació Abraham Lincoln). Darwin, a diferencia de Lincoln, nació en el seno de una
distinguida familia, rodeado de comodidades. El padre y el abuelo de Darwin eran médicos, y su abuelo Erasmus Darwin era también poeta y naturalista.
La educación académica de Darwin apuntó en un principio hacia la Medicina, e incluso llegó a marchar a Edimburgo para iniciar su formación médica. Pronto comprobó que aquello no le interesaba. Sin embargo, fue en aquella época cuando conoció y trabó amistad con varios científicos y descubrió que quería ser naturalista, como su abuelo.
Su vida dio el giro decisivo en 1831, cuando se enroló en el Beagle, un buque que estaba haciendo un periplo de cinco años por todo el mundo para explorar diversas costas y engrosar los conocimientos geográficos de aquel entonces. Darwin se enroló en calidad de naturalista, encargado de estudiar la vida animal y vegetal de lugares remotos.
La primera escala fue Tenerife, en las islas Canarias, y Brasil la segunda. Darwin capturó allí insectos y ñandús (grandes aves que han perdido la capacidad de vuelo). A medida que fueron bajando hacia el Sur observó que con el cambio de clima también cambiaban los tipos de plantas y animales. En la costa occidental de Sudamérica, donde el clima es distinto del de la oriental, observó muchos tipos que sólo se daban allí, y no en la otra costa. Por otro lado, desenterró esqueletos de animales fósiles que no eran iguales que los de
la actualidad.
Darwin observó una cosa curiosa acerca de las «especies». (Una «especie» es una clase de planta o animal que sólo procrea entre individuos ertenecientes a ella. Los perros y los zorros son especies distintas, por ejemplo; pero en cambio no lo son los collies y los terrier.) Darwin observó que en las islas Galápagos (un grupo de islas frente a la costa de Ecuador, en Sudamérica) cada isla tenía su propia especie de pinzón (hoy se les sigue llamando «pinzones de Darwin»). Encontró nada menos que 14 tipos, cada uno de ellos ligeramente distinto de los demás. Unos tenían pico largo, otros corto, poco fino algunos,
curvado otros, etc.
¿Por qué cada islote tenía su propia especie? ¿Sería que en un principio había una sola especie y que al vivir en islas distintas se había ramificado en varias, cada una de ellas provista de un pico especialmente apto para capturar el alimento (semillas, lombrices o insectos) de que se nutría ese tipo concreto de pinzón? Una especie ¿podía transformarse en otra?
Tras abandonar las islas Galápagos, el Beagle cruzó el Pacífico y recaló en diversos puertos e islas de Australia. Darwin se preguntó por qué el canguro, el vombat y el valabi vivían sólo en Australia y en ninguna otra parte, y lo explicó de la siguiente manera: Australia es una isla muy grande que en tiempos formaba parte de Asia hasta que el nivel del mar subió y la separó del continente. Al quedar así aislada, cambiaron los seres vivientes de la isla y
aparecieron nuevas especies. Darwin llegó así a la conclusión de que las especies sí cambian.
Finalizado el viaje, Darwin dedicó muchos años a estudiar estos cambios en las especies. Hasta aquel momento eran muy pocos los que creían en la posibilidad de que una especie sufriera transformaciones, y nadie había encontrado una razón convincente que
explicara el cambio. Darwin necesitaba hallar esa razón.
Hacia aquella época cayó en sus manos un libro famoso escrito por un clérigo llamado T. R. Malthus. Malthus afirmaba que la población crecía siempre más deprisa que los recursos alimenticios, de manera que siempre habría algunos que morirían de hambre.
¡Claro! pensó Darwin. Todos los animales engendran muchas más crías de las que pueden vivir con los recursos alimenticios disponibles. Algunas tenían que morir para dejar el sitio a las demás. Y ¿cuáles morirían? Evidentemente, las que fuesen menos aptas para vivir en su medio.
Para aclararlo un poco más, supongamos que llevamos cierto número de perros aAlaska y otros tantos a Méjico. Los perros de Alaska que, por casualidad, tuvieran un pelaje más espeso sobrevivirían mejor en el gélido clima nórdico. Los perros de Méjico que hubiesen nacido con un pelaje ligero soportarían mejor el clima caluroso. Al cabo de un tiempo sólo existirían perros muy lanudos en Alaska y perros de poco pelo en Méjico, amén de otros cambios debidos a otras diferencias ambientales. Al cabo de miles de años habría tantas diferencias, que los dos grupos de perros ya no podrían cruzarse entre sí. En lugar de una especie habría ahora dos. He ahí un ejemplo de lo que Darwin llamó «selección natural».
En 1858, Darwin seguía trabajando en un libro que había empezado en 1844. Los amigos le apremiaban, advirtiéndole que le iban a pisar la idea. Pero a Darwin no había quién le metiera prisa... y en efecto, hubo quien se le adelantó: Alfred Russel Wallace, inglés igual que Darwin, pero catorce años más joven.
La vida de Wallace fue muy parecida a la de Darwin: su afición a la naturaleza la tuvo desde pequeño y también participó en una expedición a islas lejanas.
Wallace estuvo en la Sudamérica tropical y en las Indias Orientales. Aquí observó que las plantas y animales que vivían en las islas más al Este (las que continúan hasta Australia) eran completamente distintos de los de las islas del Oeste (las que prosiguen hasta Asia). La línea entre los dos tipos de vida era nítida y serpenteaba el archipiélago: hoy día se sigue llamando «línea de Wallace».
En 1855, durante su estancia en Borneo, le vino la idea de que las especies tenían que cambiar con el tiempo. Y, en 1858, empezó a reflexionar también, igual que Darwin, sobre el libro de Malthus, llegando a la conclusión de que los cambios tienen lugar por selección natural, que él llamó «la supervivencia de los más aptos».
Pero había una diferencia entre Darwin y Wallace: después de catorce años, el primero estaba trabajando aún en el libro, mientras que Wallace, de otro talante, concibió la idea, se sentó a escribir y lo despachó en dos días.
¿Y a quién diremos que envió Wallace el manuscrito para su lectura y crítica? Al
famoso naturalista Charles Darwin, naturalmente.
Cuando éste lo recibió se quedó de piedra: eran exactamente sus mismas ideas, e incluso expresadas en un lenguaje parecido. Darwin era un auténtico científico: aunque había trabajado durante tanto tiempo en la teoría (y tenía testigos para demostrarlo), no trató de arrogarse el mérito. Inmediatamente pasó la obra de Wallace a otros científicos de talla. Y ese mismo año apareció en el Journal of the Linnaean Society un artículo firmado por ambos.
Al año siguiente terminó finalmente Darwin su gran libro, El origen de las especies, que el público esperaba ya con impaciencia.
La mayor laguna en el razonamiento de Darwin es que no sabía exactamente cómo los padres transmitían sus caracteres a la descendencia, ni por qué los descendientes diferían entre sí. La pregunta la contestó Mendel en 1865, sólo seis años después de publicarse el libro de Darwin; pero la obra de Mendel permaneció inédita hasta 1900 (véase pág. 81). Darwin murió el 19 de abril de 1882 y nunca llegó a conocer bien las leyes de la herencia. Wallace vivió
hasta 1913 y él sí conoció la obra de Mendel y de otros genetistas.
La gente suele decir que Darwin fue el creador de la «teoría de la evolución», la teoría de que la vida comenzó en formas elementales, fue cambiando lentamente, se hizo más compleja y desembocó, finalmente, en las especies actuales.
Lo cierto es que él no fue su creador, porque muchos pensadores, entre los que no puede dejarse de señalar al francés Jean Baptiste de Lamarck, habían expuesto ya teorías parecidas (la de Lamarck es cincuenta años anterior). Incluso el abuelo de Darwin tenía una de esas teorías, a la que dedicó un largo poema.
La gran aportación de Darwin y Wallace consistió en elaborar la teoría de la selección natural para explicar los cambios de las especies. Y quizá algo más importante aún: Darwin presentó una cantidad ingente de pruebas y razonamientos lógicos que respaldaban la teoría de la selección natural.
Una vez publicado el libro de Darwin, los biólogos tuvieron que rendirse a la
evidencia. Los cambios de las especies habían sido hasta entonces simple especulación. A partir de 1859 hubo que aceptarlo como un hecho. Y así sigue siendo.
La idea de Darwin Wallace revolucionó la concepción de los biólogos: convirtió las ciencias de la vida en una sola ciencia. El hombre pasó a ocupar el lugar que le correspondía en el esquema de la vida, pues también él, como las demás especies, provenía de formas más elementales.
Etiquetas:
1º bachillerato,
biología y geología,
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